La tarde rabiaba de sol, cuando mi padre me llevó de la mano, hasta el hotel donde se hospedaban los toreros. Allí, en plena siesta, sentados en la orilla de la sombra del patio, mi padre me enseñó a liar banderillas. Papel fino y colores brillantes, pegado con gracia a un palo de madera, con un terrible arpón de acero clavado en la punta. Eran las banderillas que esa misma tarde, los toreros clavarían en la potente y noble musculatura del toro.
Ahora lo recuerdo con nostalgia, yo tenía seis o siete años, y a esa edad uno sabe muy pocas cosas de la vida. La verdad es que nunca fui un buen aficionado a los toros, solamente de mayor, y siempre invitado, fue cuando empecé a frecuentar la plaza de toros de Cieza.
Ahora estoy pintando una "Tauromaquia Personal" con fotos sacadas de las revistas antiguas que leía mi padre en los años 40.
(todas miden 30x20 cm.)
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