Todos los pintores, tarde
o temprano, tienen que enfrentarse algún día a la figura humana. Yo lo hice al
principio, cuando estaba estudiando en la Academia del pintor Juan Solano, en Cieza (Murcia).
Comencé dibujando con
carboncillo figuras sueltas de escayola, un ojo, una boca, la nariz, una oreja
y finalmente la cara entera del Séneca.
Luego seguí dibujando una mano,
un pie, y al final no tuve más remedio que dibujar la Venus de Milo a tamaño
natural. Y el discóbolo de Mirón, por supuesto.
Todo este proceso era el que
había que seguir para aprender a dibujar el cuerpo humano.
Más tarde, por mi cuenta,
seguí aprendiendo a dibujar la figura humana, y con libros de arte, aprendía a dibujar
su esqueleto y sus músculos, hasta ser capaz de entender que hay debajo de un
ser humano.
Esta manera de aprender a
pintar el cuerpo humano, me permite mirarlo desde muchos puntos de vista, y elegir
desde cual quiero pintarlo. Porque no solo la realidad fotográfica puede aportar
exactitud a un buen retrato, también puede hacerse desde la ensoñación, la
memoria o el sentimiento.
Mi madre, tempera y lápiz sobre papel.
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