En mi décimo
cumpleaños, allá por los años 70, mis tías me regalaron dos libros que me marcaron para toda la vida:
El Lazarillo de Tormes y la Iliada; eran dos versiones juveniles, con algunas
pocas ilustraciones, que hacían más fácil la lectura para un crio tan joven
como yo.
Recuerdo que
leí aquellos dos libros sin reservas, con verdadero placer. Además, eran tan
distintos los temas que trataban los dos libros, que no me aburrieron en
absoluto, y pasaba de uno a otro, sin ningún problema.
Después de
muchos años, la querencia por la lectura todavía me tiene atrapado, y no se
explicar muy bien porque, pero cuando paso por una librería, me asomo al
cristal y me gusta ver los libros como si fueran dulces de caramelo. Y cuando
compro un libro nuevo, lo primero que hago es olerlo; me gusta el olor de un
libro recién impreso. Este gesto extraño es algo que vengo arrastrando desde
niño, cuando mi madre me compraba los libros nuevos del colegio; ese olor a
nuevo me llenaba de felicidad.
En mi vida, los
libros son algo necesario, y no porque quiera parecer un intelectual, que no lo
soy, sino porque los veo como objetos llenos de sabiduría, llenos de misterio, llenos
de imaginación. Un libro es un territorio que hay que descubrir, un territorio que
hay que explorar; y esto sucede cada vez que se abre uno de ellos.
"Libros" detalle, acuarela sobre papel.
"Libros" detalle, acuarela sobre papel.
"Libros" detalle, acuarela sobre papel.
"Libros" detalle, acuarela sobre papel.
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